miércoles, 20 de febrero de 2013

París es lo que tiene


“Realmente no sé qué hacemos aquí”, le dijo Edward Norton a Anne Hathaway mientras sostenía un cigarrillo con el trozo de labio que aún no se había desintegrado y caído al suelo junto con algunos dientes y vísceras de órganos ocultos.
Anne Hathaway lo miró con recelo porque a ella apenas le quedaba boca. Ni dientes ni lengua ni nada con lo que poder sujetar la boquilla de un Winston. Sólo podía balbucear y rugir cual felino en posición de ataque y a escasos metros de la víctima.
“Quiero tener el pelo igual que cuando rodé la primera película de Princesa por sorpresa, y no estos mechones dispuestos en sentido aleatorio”, le dijo a Norton como pudo. Además, y siendo considerada, creo que deberías tirar esos trapos y comprarte un atuendo adecuado a las necesidades de esta ciudad, gorjeó. París no es una ciudad cualquiera. París es la cuna de los artistas y nosotros somos más que eso. Nosotros somos artistas de Hollywood.
Entonces Norton echó mano de una cartera de cuero gastada que tenía en el bolsillo e inspeccionó la pasta que había. Tres monedas de dos euros, algunos céntimos predispuestos a salir del monedero y un billete de cincuenta. También había un documento de identidad salpicado de sangre en el que a duras penas podía leerse “Jérome Colville”.
Tomó el billete y emprendió el paso hacía la puerta de la habitación de hotel. Cojeaba de la pierna derecha y en las manos sólo le quedaban dos uñas.
Hathaway permaneció sentada frente al espejo de la coqueta con aire sosegador y satisfactorio atribuyéndose, con la porción de cerebro que aún permanecía activa, el papel de buena consejera. Entonces tiró de la cremallera dorada de un pequeño neceser de color pistacho y sacó un eyeliner y un rimmel de Yves Saint Laurent. 'Tengo que resultarle atractiva a Mortensen', pensó.
Era catorce de mayo de dos mil trece pero París seguía sumida en los dorados años veinte. París era una fiesta. Ya lo dijo Hemingway. Gente de diversas etnias y bagajes culturales integraban las calles parisinas. Y Edward Norton sólo tenía hambre. Hambre de pies y manos y caras y estómagos y culos. Pero al final acabó conformándose con un crepe de nutella.
Y cuando volvió al hotel Anne yacía en el hall con un sombrero de ala angosta de color mostaza y un vestido ceñido blanco roto como sus ojos. Y miró a Edward mientras hacía el amago de pestañear y balbuceó que estaba guapo. Que parecía el señor de la noche.
Entonces juntos atravesaron la puerta giratoria y se sumieron en el asfalto dejando el eco de sus pasos al caminar. Recorrieron los Campos Elíseos y cruzaron el Arco del Triunfo y nunca bajaron la mirada cuando pasaban por el lado de otros mortales. Pero los mortales observaban sus caras y cuerpos descompuestos y tenían la sensación de que algo no iba bien.  Tenían la sensación de que dos zombies estaban creando el pánico en las aceras de París.
Después de mucho caminar llegaron a la Plaza de la Concordia y algo insólito ocurrió allí. Había una mujer de avanzada edad con un moño y una redecilla y muchos gatos negros a su alrededor. Era el clon de Gertrude Stein rodeada de gatos. Gatos famélicos y alopécicos que reposaban a sus pies. Pero la Gertrude de la actualidad no tenía pinta de lesbiana. La Gertrude de la actualidad tenía pinta de viuda sin hijos.
Y Norton la miró y ella devolvió el gesto. Y luego miró a sus gatos, y después a Hathaway. Y un profundo proceso de retroalimentación invadió el aire de la plaza. Tras unos minutos de contemplaciones y análisis vacíos Anne llegó a la conclusión de que tenía hambre. De que no había comido crepe de nutella y tenía hambre. Emprendió entonces el paso y sin retirar sus ojos blancos de los marrones de Gertrude se fue aproximando a su posición. Y cuando ya se encontraba a escasos metros de la escritora se le rompió un tacón y no le quedó otra que cojear como Norton. Y Stein vio la muerte adosándose a su moño. Y le recordó a uno de los  relatos de Edgar Allan Poe.
Entonces la actriz zombie tomó a uno de los gatos negros sin escrúpulos y lo llevó a lo que le quedaba de boca. Norton gritó que se pedía el rabo y corrió junto a ella. Así fue como el pobre animal se desangró al sonido de las voces histéricas de los entes que había en la plaza. Toda la gente desalojó el lugar y los actores zombies permanecieron triturando al gato. Sólo entonces, cuando no quedó ni un resquicio de flujo rojo, huyeron cuales cebras perseguidas por leonas. Y aquel acto sanguinario y revolucionario quedó para siempre en los entresijos ocultos de la emblemática plazoleta parisina.
Anduvieron a paso de gigante durante algunos minutos hasta que llegaron a Notre Dame. Anne quería entrar a visitar la catedral y Edward sólo quería comerse las gárgolas que la adornaban. Y como no había compenetración decidieron tomar un taxi porque estaban cansados de caminar. “Al café Brasserie por favor”, le dijo Norton al señor con bigote canoso y patillas de torero que conducía el vehículo transportador de personas y zombies. Y durante el trayecto la tapicería se llenó de sangre y vísceras de gato alopécico que le caían del morro a Hathaway.
Se introdujeron de lleno en el famoso barrio de Montmartre y al ritmo de zancadas sigilosas y cuerpos lisiados buscaron cuales turistas desorientados la famosa cafetería de Amelie donde les esperaba Viggo. Aragorn. El hombre más fucker que Anne conoció en su vida.  
“En todo caso, será un placer para su real culo. El papel era bueno, de a medio ducado la resma. Y con mi mejor letra”, dijo Alatriste en voz alta tras darle un par de sorbos cortos y seguidos a su copa de vino tinto.
“Soy la mejor creación de Reverte y quien diga lo contrario miente. Miente más que la Gaceta”, añadía mientras acariciaba con su única mano la pluma colgante de su sombrero de capitán.
Y la gente que pasaba por la calle miraba atónita el espectáculo del jefe zombie. Algunos incluso aplaudían y arrojaban monedas al suelo.
Eran las cinco de la tarde y los actores zombies de Hollywood acomodados en una de las mesas del café Brasserie ya habían dado un repaso a sus antiguas vidas El séptimo arte se había adueñado de la conversación y nadie, excepto unas tetas acosadoras arropadas en un apretado vestido de lycra rojo, podía desviar su atención.
Unas tetas siliconadas y redondas, cuyos pezones resaltaban  el glamour de aquel vestido traslúcido, y sobre los que se apoyaban el cuello y la cara de Penélope Cruz, la ramera de Hollywood, que con paso decidido abrió la puerta de aquella cafetería-bar y posando sus ojos lechosos y desencajados en el servilletero de la mesa en la que se encontraban los artistas zombies, alzó la voz como el que alza palomas al cielo y dijo “chicos, hemos vuelto a nacer”. Y la mesa se llenó de tripas y entrañas y restos de corazones. Y los demás rieron y asintieron y se levantaron y salieron de aquel agujero sin luz y retomaron el paso y desaparecieron. Desaparecieron como desaparecen los días y las horas y los minutos y los segundos. Y nadie nunca supo si volvieron a deambular por los rincones inhóspitos de la cuna del arte.