Él la está mirando como si mañana se le acabase la vida. Lleva
a sus espaldas Dios sabe qué dudas. Él la mira y yo sólo observo la cara
impenetrable de ella, que rechaza con sus pupilas cualquier gesto que pueda rozar
la complicidad. Ella sabe que no quiere. Que dejó de querer hace más de varios
meses. Sabe que no quiere y no puede evitar pensar en los nombres venideros que
empaparán con afán el tacto blando de sus labios. No puede evitar pensar si los
pechos futuros conducirán su boca hacia lugares cálidos y deseosos de visitar. Ella
está ahí, en pie frente a él y sin sentir el suelo, preguntándose si el
resquicio de amor que guarda con recelo sobre su ombligo servirá para prolongar
la esperanza de querer un tiempo más. Pero no quiere. Él sabe que ella no
quiere. Que dejó de querer hace más de varios meses. Eso es lo peor. Sabe que
no quiere y no puede evitar pensar en los nombres venideros que se llevarán los recuerdos
de su memoria como el más cruel de los vendavales. No puede evitar pensar si
los cuerpos pendientes saciarán sus deseos más impuros y frecuentes. Él está
ahí, en pie frente a ella y sin tocar el asfalto, preguntándose cuándo se irán
las ganas voraces de tenerla entre sus brazos. Él necesita mil tragos para
curar las heridas que ella está a punto de abrirle. Lo sé porque sus ojos están
a menos de un segundo de derivar en llanto. Ellos nada más que se miran
mientras culpan a la vida de romper sus primeras promesas, todos sus te
quiero, uno tras otro, hasta dejarlos vacíos de palabras, muertos de habla.
Ellos permanecen de pie, culpando a la vida de ponerlos en la misma acera, en el
mismo día, a la misma hora.