martes, 22 de septiembre de 2015

Gusanos


Siempre puedo encontrarla en el mismo lugar. Cerca del sofá, en un sillón de cuero falso que hace las veces de cama, enredando la lana al ritmo de las voces de la televisión, que nunca duerme. Le duelen las piernas y los pies casi no responden al movimiento. El paso de los años ha erosionado su cara. Sus pupilas, cubiertas de un velo traslúcido, le impiden contemplar los rostros de sus nietos, que crecen a sus espaldas. Se ha quitado el anillo de casada porque la medicación ha duplicado el grosor de sus dedos, que poco sienten cuando tocan otras pieles. Las arrugas han invadido su cuerpo, cansado, deteriorado, bañado de golpes de antaño. Las venas parecen querer salir a la superficie; los huesos le suplican redención. Lleva la muerte adosada a su moño. Sin embargo, ella me sonríe y siento como la vida emerge de cada diente postizo y sucio. Cada palabra que pronuncia sale disparada para aferrarse a la tierra, a un presente que se olvida de que su mente sigue queriendo existir. Ella no quiere pertenecer a su cuerpo, que la condena a vivir entre cuatro paredes gastadas y malolientes. Ella no quiere pertenecer a este tiempo, que paciente la espera para fundirla a negro.

Apuntes


A veces caminamos rápido y sin mirar atrás para, inconscientes, escapar cuanto antes del estado de dolor, privando al cuerpo de sentir y expresar las emociones que derivan de esa angustia, hiriente y cruel a todos los efectos. A veces caminamos obedeciendo a la razón, que nunca, nunca escucha al cuerpo, porque es autoritaria y siempre quiere estar por encima y por delante, controlando cada situación, cada momento de adversidad, paliando el malestar. A veces caminamos sin preguntarnos por qué estamos caminando, si eso es lo que quieren nuestros pies, siempre olvidados. Caminamos en vano y para huir, resguardándonos en el tiempo, que acaba curando nuestra piel, pero no nuestras arterias, cada vez más negras. La única forma de caminar bien es justamente dejar de caminar; abandonarse a la quietud para que el cuerpo hable. Pararse a contemplar la pena hace que el cuerpo reaccione, se active, grite. Mirar al dolor desde el cuerpo permite un sufrimiento diferente, más vivo, más mortal, menos dañino. Algunos lo llamarán intensidad, pero déjenme que les diga que la vida es intensa. A veces se nos olvida que tenemos un cuerpo y que debemos usarlo para caminar.