jueves, 6 de agosto de 2015

Espacios

Situó todos sus esfuerzos en el pomo y la puerta se abrió. El peso de la madera privó a sus manos de la acción de cerrar cuando hubo caminado un par de pasos. En frente, un espejo que ocupaba casi la totalidad de la pared más pequeña. De aspecto vetusto, con bordes trenzados y un dorado lacado presumía de ser el único objeto de la habitación. A su derecha, encajados en blancos soportes metálicos, dos cristales de visible grosor. La transparencia original había sido sustituida por una espesa capa grisácea y polvorienta que hacía eco del paso del tiempo. El suelo, cubierto de un tapiz de color claro, se antojaba propenso a la mugre; su aspecto mullido la invitaba a descalzarse y sentir las raíces de aquel espacio anómalo, olvidado, casi deforme. No había luz y la nebulosa de fuera acrecentaba la falta de visibilidad, prólogo de la oscuridad que acecharía el habitáculo minutos más tarde. Con movimientos lentos pero decididos impregnó su cuerpo del hedor de aquel lugar, que en silencio le pedía incesantemente que huyera. Y justo antes de abandonar aquel singular descubrimiento, se miró por primera y única vez al espejo para dejar que la realidad le golpeara en la cara: incluso estando ciega sería capaz de reconocerse una y otra vez en la naturaleza de aquellas estructuras tan vacías.

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