El reloj marcaba la medianoche cuando dejé que las sábanas me
envolvieran con su ligero vuelo. Reposaba
aletargada entre aquellas cuatro paredes blancas y funestas cuando el sueño y
mi respiración se vieron interrumpidos por un sonido estruendoso. Un lúgubre lamento, un aullido desgarrado,
roto y rajado que velozmente se acercaba a mi posición.
“¿Quién anda ahí?” pregunté sabiendo que la respuesta sería
el silencio más desolador. El viento soplaba con la misma intensidad que un
tornado llevándose lo conocido. Los
árboles, abatidos, me suplicaban redención. De entre sus hojas emanaban
murmullos que me atravesaban los tímpanos sin delicadeza. El cielo hedía a
podredumbre y a negrura.
¿Qué bestia indómita era capaz de producir tan espeluznante
ruido? Los sonidos, que aumentaban caprichosos, calaban en mis extremidades e
incidían en mis pensamientos. Estaba dominada por aquello que fuera lo que fuese, quería
apartarme de esta vida.
La falta de valentía me deslizó bajo mi cama, donde la
palabra cobarde resonaba una y otra vez en el eco de la noche. Cobarde.
Cobarde. Cobarde. Entonces clamé. Clamé hasta quedarme afónica, con la boca
abierta, sin poder hablar. Y sin apenas darme cuenta todo volvió a ser sosiego.
De repente la tranquilidad se expandió por el habitáculo. Los lamentos ya no
eran lamentos, y los murmullos se esclarecieron.
Salí de mi escondite y con paso indeciso me dirigí hacia la
ventana. Posé los ojos lacrimosos en la
oscuridad del paisaje, y entonces, llovió.
No hay comentarios:
Publicar un comentario