domingo, 12 de enero de 2014

Impacto

El reloj marcaba la medianoche cuando dejé que las sábanas me envolvieran  con su ligero vuelo. Reposaba aletargada entre aquellas cuatro paredes blancas y funestas cuando el sueño y mi respiración se vieron interrumpidos por un sonido estruendoso.  Un lúgubre lamento, un aullido desgarrado, roto y rajado que velozmente se acercaba a mi posición.
“¿Quién anda ahí?” pregunté sabiendo que la respuesta sería el silencio más desolador. El viento soplaba con la misma intensidad que un tornado llevándose  lo conocido. Los árboles, abatidos, me suplicaban redención. De entre sus hojas emanaban murmullos que me atravesaban los tímpanos sin delicadeza. El cielo hedía a podredumbre y a negrura.
¿Qué bestia indómita era capaz de producir tan espeluznante ruido? Los sonidos, que aumentaban caprichosos, calaban en mis extremidades e incidían en mis pensamientos. Estaba dominada por aquello que fuera lo que fuese, quería apartarme de esta vida.
La falta de valentía me deslizó bajo mi cama, donde la palabra cobarde resonaba una y otra vez en el eco de la noche. Cobarde. Cobarde. Cobarde. Entonces clamé. Clamé hasta quedarme afónica, con la boca abierta, sin poder hablar. Y sin apenas darme cuenta todo volvió a ser sosiego. De repente la tranquilidad se expandió por el habitáculo. Los lamentos ya no eran lamentos, y los murmullos se esclarecieron.
Salí de mi escondite y con paso indeciso me dirigí hacia la ventana.  Posé los ojos lacrimosos en la oscuridad del paisaje, y entonces, llovió.



No hay comentarios:

Publicar un comentario